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Por qué Dios no castiga a los malos?




Homilía - Monseñor Han Lim Moon

Domingo 16° durante el año - Ciclo A - 19/7/2020

(San Mateo 13,24-43)

¿Por qué Dios no castiga a los malos y no premia a los buenos? (II)

¿A Dios no le importa el sufrimiento de los buenos e inocentes?
¿Alguien te hace la vida imposible con su maldad? ¿Y qué haces? Probablemente pides ayuda a alguien e imploras a Dios. Pero si Dios no te responde pronto y, encima, el malvado prospera en su maldad, no sería raro que te cuestiones, ¿porque Dios no frena las manos de los malvados?, ¿a Dios no le importa el sufrimiento de los buenos e inocentes?
En el evangelio de hoy, Jesús presenta una comparación de la convivencia entre el trigo y la cizaña, que representan a los buenos y a los malvados. En el fondo, Dios quiere que ellos convivan hasta el fin de los tiempos dándoles la oportunidad de conversión, especialmente, a los malvados. Es que Dios quiere que el malvado no muera sino que se convierta y viva (cf. Ezequiel 33,11). Por eso, Él hace salir el sol sobre buenos y malos y también hace llover sobre ambos.
Sin embargo, sabemos muy bien que en esta convivencia muchas veces los buenos e inocentes son los damnificados. Pero, Jesús aclara: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (San Lucas 5,32). Parecería que Dios tiene preferencia por los malos y que no le importaran mucho los buenos e inocentes. Por esta razón, los que intentan ser buenos se cuestionan quejosos, ¿para qué seguir haciendo el bien si a Dios no le importa? (cf. Salmo 73,13-14).
Ahora, si seguimos por esta lógica quizás no encontremos salida para entender esta cuestión tan compleja. Por eso, ofrecemos otra perspectiva que nos ayudaría a comprenderla mucho mejor, que es desde la mirada de Jesucristo y sus obras:
• Ante todo, Jesús vino a este mundo para predicar la conversión a todos nosotros, los pecadores.
• Luego, a través de los milagros sanó nuestras heridas interiores y exteriores causadas por el pecado.
• Además, por medio de su perdón, arrancó el pecado que es la raíz de toda maldad (cf. Romanos 5,12).
• Inclusive, para vencer por completo la muerte de los hombres, que es la consecuencia del pecado, Él se ofreció como chivo expiatorio y ofreció el perdón definitivo de los pecados para que todos los que crean en Él se salven.
•  Finalmente, por este amor al extremo a los hombres venció el odio y la muerte por medio de su resurrección.
¡Así vivió Jesús por todos nosotros, pecadores! Y nos invita y acompaña para que lo sigamos amando como Él, inclusive, a los malvados. Pero Jesús ya aclaró que el discípulo no puede tener una suerte diferente del Maestro, así como ser odiado, perseguido, etc. (cf. San Juan 15,20).
Por eso, Él nos exhorta a que oremos por nuestros enemigos y bendigamos a los que nos maldicen (cf. San Mateo 5,44 /San Lucas 6,28-29) y que perdonemos setenta veces siete a los que nos ofenden (cf. San Mateo 18,22). Y San Pablo exhorta a no devolver mal por mal (cf. Romanos 12,17), a vencer el mal con el bien (cf. Romanos 12, 21) y a ser pacientes en medio de la persecución (2 Tesalonicenses 1,4). Y Jesús declara: “Felices los pacientes” (San Mateo 5,5).
Ahora bien, después de comprender la vida y la misión de Jesús en su totalidad y las difíciles condiciones para ser sus discípulos, es muy comprensible la paciencia que Él nos pide hoy para convivir entre “buenos y malos”, aunque nadie es puramente bueno ni puramente malo.
Ahora, ¿esta convivencia para qué les sirve a los buenos?  Para aprender de Dios su Amor paciente hacia todos, especialmente hacia los malos y para participar en su sufrimiento redentor.
Finalmente, querido amigo, querida amiga, te afirmo que tu esfuerzo, tu sacrificio, tus lágrimas no caerán en la nada, sino que seguramente servirán para participar en el juicio final en el “cielo nuevo y la tierra nueva”, como el oro fino después de la purificación.
Y verás cara a cara a Dios, como amigo. Tus deseos de paz y justicia se verán plenamente cumplidos. Dios te enjugará toda lágrima de tus ojos (cf. YouCat164). Y estarás entre los justos que brillarán como el sol en el Reino del Padre (cf. San Mateo 13,43). Amén.

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